Desde Johannesburgo, Sudáfrica - 12 - 07 - 2010
Sudáfrica es la Nación del Arco Iris. Este fue el Mundial del Arco Iris. El Mundial de los mil colores, de todas las voces, de todas las razas, de todas las clases sociales. Una vez más el fútbol le ganó a los prejuicios. Sudáfrica no era una pesadilla. No era una elección caprichosa, más allá de que los votos de Africa son decisivos para la continuidad de la cúpula actual de la FIFA.
A la luz de lo vivido en este mes largo en este país, está claro que nuestros propios prejuicios también perdieron. Cuando terminó Alemania 2006 arriesgamos que iba a ser muy difícil siquiera acercarse a un Mundial así, hoy podemos decir que será muy difícil que en algún otro país que no sea Sudáfrica se pueda hacer un Mundial con tanta alegría, con tan buen espíritu de la gente, con tanta fiesta, tantos sonidos y tanto colorido, aun sabiendo que lo que viene es nada menos que Brasil.
Los prejuicios sobre Sudáfrica se fundaban en que no es precisamente una potencia futbolística ni muchos menos, y que no era considerada una plaza tradicional para los grandes acontecimientos. Claro, Africa es el primer continente, pero también el más olvidado y desprotegido. Pero el fútbol llegó hasta aquí, y no se equivocó. Esta gente le dio al Mundial una vida diferente, única, irrepetible. Este fue el Mundial más bailado y cantado de la historia. Hasta los policías se contagiaban cuando empezaba a sonar el Waka Waka, Wavin’ Flag o Shosholoza. También un Mundial que nos dejó sordos por la música a todo lo que da en las cancha, pero aun más por las vuvuzelas.
El ritmo sostenido empezaron a ponerlo las caderas de Shakira en Soweto y terminaron de darlo los equipos callejeros de todo el mundo y los voluntarios en el emocionante cierre del Football for Hope en la antes olvidada Alexandra, lejos lo que más nos tocó e corazón en este Mundial. Esos pibes que llegaban de a cientos de las villas para ocupar las tribunas, hacer sonar vuvuzelas como si estuvieran en “el otro Mundial” y gritando los goles de chicos y chicas con algarabía. Y con un marplatense, Federico Addiechi, como creador y responsable de todo eso.
Pero más allá de que la gente de Sudáfrica le puso el alma como ninguna a la Copa, que la siguió jugando con devoción aun cuando quedaron afuera los “Bafana, bafana”, que transmitió cariño al visitante todo el tiempo, este también fue un Mundial bien hecho. El balance final, al cabo, es positivo. Más allá de dificultades de alojamiento, logística en general y los graves problemas de transporte que la FIFA debió haber previsto, quizá con un compromiso mayor con esta cuestión, tratando de encontrarle una solución. No solo faltó un transporte serio y efectivo para la prensa, entre sedes, y dentro de las mismas ciudades, sino que el problema fue para todos. No puede ser que ni siquiera hubiera un transporte decoroso y regular entre Johannesburgo y Pretoria, dos capitales del país, dos sedes del Mundial, separadas apenas por 50 kilómetros. Y el problema urbano fue mayor en Johannesburgo que en ciudades turísticas. Johannesburgo es una gran urbe, una gran capital. Ponganse a pensar por un momento lo que sería Buenos Aires sin trenes, sin subtes y sin colectivos de línea. Pues eso, más o menos, es Johannesburgo. Una ciudad pensada para blancos con auto, nada más. Y que busca soluciones en ese aspecto pero que no se dan de un día para el otro, y que el Mundial no pudo completar. Tanto es así que para la Copa se pensó en la inauguración de un tren de alta velocidad para unir el Aeropuerto con Sandton,-centro neurálgico de Johannesburgo-, pero no se llegó a tiempo.
Al cabo, si Sudáfrica tuviera los trenes de Alemania, a este Mundial no habría con que darle.
En cuanto a la seguridad, también se rompieron muchos mitos. Más allá de casos aislados, aquí nos manejamos con absoluta libertad y sin problemas. Incluso viajando en las combis de los más humildes trabajadores negros, en las que algunos nos recomendaban no viajar.
En los estadios hubo seguridad simplemente porque Al Qaeda no quiso entrar. Lo hubiera hecho tranquilamente. Los controles no fueron lo riguroso que fueron en Alemania ni mucho menos. Y en eso hubo un aspecto fundamental, y no solo en las canchas: esta gente no concibe la desconfianza, confían en todo y en todos, entonces no consideran poder ser engañados de ninguna manera. Hay muchos ejemplos cotidianos para probarlo.
Aquí la sonrisa, el brazo tendido, la predisposición, estuvieron a la orden del día. Aquí ya se hizo común y corriente que cualquier persona a la que le preguntáramos en la calle por un lugar no solo nos indicara el camino sino que nos acompañara hasta él, perdiendo todo el tiempo que fuera necesario. Como el policía que no paró de caminar cuadras y cuadras junto a nosotros en Ciudad del Cabo hasta encontrar un lugar abierto dónde nos dieran de comer. O el buen señor que se desvió de su camino más de 20 kilómetros en su auto para llevarnos hasta la puerta del Lyon Park.
Ellos hicieron este Mundial único e irrepetible. Aunque ellos mismos, como todo, dicen que el que lo hizo posible fue Mandela (“84.490 cheer the man who made it happen”, dice el titular de ayer del The Start). Por eso su entrada al estadio, en la previa de España – Holanda, fue la penúltima gran emoción, hasta el gol de Iniesta y la vuelta olímpica. Mandela ideó todo esto. El Mundial de fútbol cerró un círculo, selló la reconciliación que el estadista empezó a idear a través del deporte con el Mundial de rugby de 15 años atrás. El arco iris se funde en el mismo cielo. Ahora falta la otra revolución, la económica, ahora falta la otra igualdad en la misma tierra.
Sudáfrica es la Nación del Arco Iris. Este fue el Mundial del Arco Iris. El Mundial de los mil colores, de todas las voces, de todas las razas, de todas las clases sociales. Una vez más el fútbol le ganó a los prejuicios. Sudáfrica no era una pesadilla. No era una elección caprichosa, más allá de que los votos de Africa son decisivos para la continuidad de la cúpula actual de la FIFA.
A la luz de lo vivido en este mes largo en este país, está claro que nuestros propios prejuicios también perdieron. Cuando terminó Alemania 2006 arriesgamos que iba a ser muy difícil siquiera acercarse a un Mundial así, hoy podemos decir que será muy difícil que en algún otro país que no sea Sudáfrica se pueda hacer un Mundial con tanta alegría, con tan buen espíritu de la gente, con tanta fiesta, tantos sonidos y tanto colorido, aun sabiendo que lo que viene es nada menos que Brasil.
Los prejuicios sobre Sudáfrica se fundaban en que no es precisamente una potencia futbolística ni muchos menos, y que no era considerada una plaza tradicional para los grandes acontecimientos. Claro, Africa es el primer continente, pero también el más olvidado y desprotegido. Pero el fútbol llegó hasta aquí, y no se equivocó. Esta gente le dio al Mundial una vida diferente, única, irrepetible. Este fue el Mundial más bailado y cantado de la historia. Hasta los policías se contagiaban cuando empezaba a sonar el Waka Waka, Wavin’ Flag o Shosholoza. También un Mundial que nos dejó sordos por la música a todo lo que da en las cancha, pero aun más por las vuvuzelas.
El ritmo sostenido empezaron a ponerlo las caderas de Shakira en Soweto y terminaron de darlo los equipos callejeros de todo el mundo y los voluntarios en el emocionante cierre del Football for Hope en la antes olvidada Alexandra, lejos lo que más nos tocó e corazón en este Mundial. Esos pibes que llegaban de a cientos de las villas para ocupar las tribunas, hacer sonar vuvuzelas como si estuvieran en “el otro Mundial” y gritando los goles de chicos y chicas con algarabía. Y con un marplatense, Federico Addiechi, como creador y responsable de todo eso.
Pero más allá de que la gente de Sudáfrica le puso el alma como ninguna a la Copa, que la siguió jugando con devoción aun cuando quedaron afuera los “Bafana, bafana”, que transmitió cariño al visitante todo el tiempo, este también fue un Mundial bien hecho. El balance final, al cabo, es positivo. Más allá de dificultades de alojamiento, logística en general y los graves problemas de transporte que la FIFA debió haber previsto, quizá con un compromiso mayor con esta cuestión, tratando de encontrarle una solución. No solo faltó un transporte serio y efectivo para la prensa, entre sedes, y dentro de las mismas ciudades, sino que el problema fue para todos. No puede ser que ni siquiera hubiera un transporte decoroso y regular entre Johannesburgo y Pretoria, dos capitales del país, dos sedes del Mundial, separadas apenas por 50 kilómetros. Y el problema urbano fue mayor en Johannesburgo que en ciudades turísticas. Johannesburgo es una gran urbe, una gran capital. Ponganse a pensar por un momento lo que sería Buenos Aires sin trenes, sin subtes y sin colectivos de línea. Pues eso, más o menos, es Johannesburgo. Una ciudad pensada para blancos con auto, nada más. Y que busca soluciones en ese aspecto pero que no se dan de un día para el otro, y que el Mundial no pudo completar. Tanto es así que para la Copa se pensó en la inauguración de un tren de alta velocidad para unir el Aeropuerto con Sandton,-centro neurálgico de Johannesburgo-, pero no se llegó a tiempo.
Al cabo, si Sudáfrica tuviera los trenes de Alemania, a este Mundial no habría con que darle.
En cuanto a la seguridad, también se rompieron muchos mitos. Más allá de casos aislados, aquí nos manejamos con absoluta libertad y sin problemas. Incluso viajando en las combis de los más humildes trabajadores negros, en las que algunos nos recomendaban no viajar.
En los estadios hubo seguridad simplemente porque Al Qaeda no quiso entrar. Lo hubiera hecho tranquilamente. Los controles no fueron lo riguroso que fueron en Alemania ni mucho menos. Y en eso hubo un aspecto fundamental, y no solo en las canchas: esta gente no concibe la desconfianza, confían en todo y en todos, entonces no consideran poder ser engañados de ninguna manera. Hay muchos ejemplos cotidianos para probarlo.
Aquí la sonrisa, el brazo tendido, la predisposición, estuvieron a la orden del día. Aquí ya se hizo común y corriente que cualquier persona a la que le preguntáramos en la calle por un lugar no solo nos indicara el camino sino que nos acompañara hasta él, perdiendo todo el tiempo que fuera necesario. Como el policía que no paró de caminar cuadras y cuadras junto a nosotros en Ciudad del Cabo hasta encontrar un lugar abierto dónde nos dieran de comer. O el buen señor que se desvió de su camino más de 20 kilómetros en su auto para llevarnos hasta la puerta del Lyon Park.
Ellos hicieron este Mundial único e irrepetible. Aunque ellos mismos, como todo, dicen que el que lo hizo posible fue Mandela (“84.490 cheer the man who made it happen”, dice el titular de ayer del The Start). Por eso su entrada al estadio, en la previa de España – Holanda, fue la penúltima gran emoción, hasta el gol de Iniesta y la vuelta olímpica. Mandela ideó todo esto. El Mundial de fútbol cerró un círculo, selló la reconciliación que el estadista empezó a idear a través del deporte con el Mundial de rugby de 15 años atrás. El arco iris se funde en el mismo cielo. Ahora falta la otra revolución, la económica, ahora falta la otra igualdad en la misma tierra.
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