A Boca le sirvió, y sumó, el empate. No el punto. En River fue todo resta. El corolario del Superclásico que volvió al fútbol argentino fue paradójico. El equipo que fue más, fue el que se llevó menos. Contradicciones y vaivenes, de todas formas, que son propios de dos equipos cargados de irregularidades, sin estructuras ni funcionamientos sólidos, algo que resulta más grave,-otra paradoja-, en el Boca que se llevó más del Monumental, porque se trata de un plantel que ya estaba en la categoría y que, en buena parte, venía de una final de Copa Libertadores y el protagonismo en los torneos locales anteriores.
Lo cierto es que esta vez los errores, por momentos horrores, le ganaron a los miedos y la mediocridad.
River se soltó de sus ataduras tácticas a partir de la confianza que le dio la temprana ventaja parcial, producto de un error de diagnóstico imperdonable para la contención de Rodrigo Mora de parte de la retaguardia boquense y de la posterior falla de Agustín Orión en el tiro libre inteligentemente ejecutado por Leonardo Ponzio.
En efecto, todos sabíamos que Mora le iba a caer con su habilidad y velocidad sobre Albín y Schiavi, y a las espaldas desguarnecidas de Chávez y Somoza, en la controversial formación decidida por Julio Falcioni en Boca. Por ahí llegó nomás la falta de Albín para el tiro libre de la apertura del marcador, por dónde también tendría que haber estado Cristian Chávez, tan desordenado para retroceder como para atacar.
Desde ese tanto tempranero la autoestima y la “otra” categoría de un par de jugadores de River (la conducción y el despliegue de Leonardo Ponzio,- hoy “el Pirlo argentino”-, el desequilibrio de Mora y algunos toques sutiles de Trezeguet) le ganaron a la rigidez y amarretismo de su esquema. Así el equipo de Nuñez construyó un buen primer tiempo a lo que contribuyó sobremanera la falta de concepto futbolístico de Boca, la endeblez de todas sus líneas. Tan malo fue lo de Boca que hasta dejó el espejismo de que el de Almeyda pareciera un buen equipo.
Pero sus propios errores y horrores también lo llevaron a cambiar a Boca, a salir de su rigidez. Y a desnudar, a su vez, las carencias del propio River. Ya jugado en la derrota Boca apeló al delantero por afuera, Lautaro Acosta, y al enganche postergado, Leandro Paredes. El atacante abrió la cancha, y las grietas de los cuatro centrales de River, tanto que provocó el penal que cometió uno de ellos y que inauguró la reacción. Y Paredes acercó algo tan simple como pasarle la pelota al compañero. De él salieron el par de jugadas, ¡solo un par!-esas limosnas futboleras que anda mendigando Eduardo Galeano por el mundo-, en las que los de azul y amarillo le dieron la pelota a los de azul y amarillo. Y en la última de esas acciones llegó el gol de la igualdad, con toda la paciencia de Paredes para ver y armar la jugada, y la buena participación del propio Acosta, de Silva para bajar la pelota y del marplatense Walter Erviti para definir a la carrera.
La reacción y el empate de 0 a 2 a 2 a 2 no solo se explica por las virtudes, escasas pero valiosas, expuestas por estos futbolistas, en medio de un funcionamiento paupérrimo del Boca-equipo. Las razones también hay que encontrarlas en lo psicológico. Cuando River estaba más para el 3 a 0, se encontró con el 1-2 y desde allí, de repente, automáticamente, el Monumental se transformó en una postal estática y muda. Vivió tantas penurias el hincha de River en los últimos tiempos que tampoco pudo evitar el síndrome del silencio atroz, el miedo a la vergüenza que se transmite ya desde la cancha, de la propia formación puesta por el entrenador. Temores que se retroalimentaron de afuera hacia adentro y viceversa y que recrudecieron en cada centro de Boca hasta que llegó el del empate agónico.
Más allá de esa última sonrisa de Boca, de la nueva amargura de River, a los dos les cabe la frase que acuñó el hombre que justamente nos libró de ataduras como país para salir (hacia) adelante y a quien se homenajeó en todo el país el último sábado: Cambio es el nombre del futuro.
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